El Vampiro por John William Polidor
Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en
Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de la
vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus
peculiaridades que por su rango.
Miraba a su
alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente,
sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a
su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la
despreocupación.Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían
explicar cual era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que
penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón.
Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de
plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas
provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital.
Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación
violenta, y experimentaban el peso del "ennui", estaban sumamente
contentos de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera
intensa.
A pesar del matiz
mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por
modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su
perfil fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad
trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de
afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados
a sus aposentos particulares después de su casamiento, se interpuso en su paso,
e hizo cuanto pudo para llamar su atención... pero en vano. Cuando la joven se
hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en
ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía
pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su
fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las
vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el
noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se
dirigía tanto a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos
sabían que hablase también con las mujeres.
Sin embargo, pronto
se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la misma
superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas
se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó
en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo
junto con sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus
vicios.
Por la misma época,
llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que
poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él
niño todavía.
Abandonado a sí
mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en cuidar de su
fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas
subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por
consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que
diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud
y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un contraste de
aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa
consistía tan sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre
quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus
pliegues y a los diversos manchones de pintura.
Pensaba, en suma,
que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.
Aubrey era guapo,
sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le
rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas
en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles
pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos
y a sus sensuales labios.
Adherido al romance
de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en las
llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino
por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las
necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos
conocimientos.
Hallando, no
obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de
abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito
se cruzó en su camino.
Le escrutó con
atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre tan
completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos
de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito
reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su contacto,
dejando que su imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las
ideas extravagantes —pronto convirtió a semejante ser en el héroe de un
romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje
en sí mismo.
Trabó amistad con
él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso
caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.
Se enteró
gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no
tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a
punto de emprender un viaje.
Deseando obtener
más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces sólo
había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus
tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante
muchas generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente
por las escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que
no parecerían caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas
escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de perversión de
las mismas.
Los tutores
accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a
Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en
su compañía.
Muy ufano de esta
prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía nada en
común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían
cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces,
Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su
compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus
acciones eran plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones
muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Hasta entonces,
Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su
compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus
acciones eran plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy
diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Su compañero era
muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de lo
necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó
asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos,
reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin
contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar
sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las más tremendas
iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda.
Sin embargo, Aubrey
atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que
generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.
En las obras de
beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la mente
del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían
caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en
la miseria más abyecta.
En Bruselas y otras
ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez con que
su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los
garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla
era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado
antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la
generalmente contemplaba a la sociedad que le rodeaba.
No sucedía lo mismo
cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre infortunado
de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna,
dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego
que los del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las
ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él
frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino
que la había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos
padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un solo
penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus
más acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto
ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber esquilmado
algunas grandes fortunas de personas inocentes.
Este podía ser el
resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de los
más experimentados.
Aubrey deseaba a
menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta caridad y
estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él
beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que
su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad.
Cosa que nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su
carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era el
mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan
cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho
que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio
que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo
sobrenatural.
No tardaron en
llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo,
dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa
italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así
ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La
primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las
otras eran de sus tutores; y la última le dejó asombrado.
Si antes había
pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado poder,
aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que
abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad
de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que
tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.
Habían descubierto
que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino
que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas
—los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud
inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen:
que todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus
virtudes, habíanse quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no
sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la
contemplación pública.
Aubrey decidió al
punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un solo
punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto
plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar
vigilándole estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo,
penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en darse
cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la
hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro
que una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven
se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de
Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja
había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una chica
inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de
tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó
cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio
tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven
contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante
menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha,
se echó a reír.
Aubrey se marchó, e
inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento renunciaba a
acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su
sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven,
a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter
de Lord Ruthven.
La cita quedó
cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con
una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin
insinuar que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de
Aubrey.
Tras salir de Roma,
el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a Atenas.
Allí fijó su
residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en
buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al
parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron
libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del
polvo o de intrincados líquenes.
Bajo su mismo techo
habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de un
pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de
Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para
pretender a un alma y no a un ser vivo.
Cuando bailaba en
el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que las
gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un
epicuro.
El leve paso de
Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a veces la
incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira,
mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo
la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar
en una tablilla medio borrada.
A veces, sus
trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado,
cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido
del joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había
creído de capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de
Pausanias.
Pero, ¿por qué
intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía
apreciar?
Era la inocencia,
la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones,
por las salas de baile.
Mientras el joven
anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro, la
muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que
trazaba los paisajes de su solar patrio.
Entonces, ella le
describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su
juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y,
refiriéndose a los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba
de los cuentos sobrenaturales de su nodriza.
Su afán y la
creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando
ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre
amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las
doncellas más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se
le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de aquellas
horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe
le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre sus
contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y
algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven
veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la
creyese, puesto que la gente había observado que aquellos que se atrevían a
negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna prueba que, con gran
dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia.
Ianthe le detalló
la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey aumentó
al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.
Pese a ello, el
joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no
podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su
memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes
sobrenaturales de Lord Ruthven.
Aubrey cada día
sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con las
virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de
romance, había conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de
que un muchacho inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una
joven griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a
la doncella que le acompañaba constantemente.
En algunas
ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber
conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en
las ruinas que le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de
quien lo era todo para él.
Ianthe no se daba
cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma
chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía
del joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con
quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado
bosquejando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción
destructora del tiempo.
La joven apeló a
sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos
individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel
solo nombre.
Poco después,
Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas. Cuando los
padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de
noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún
griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.
Le describieron
dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y bacanales
nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio
recaían los peores males.
Aubrey no quiso
hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos temores.
Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder
superior o infernal, cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y
ponerse grave.
A la mañana
siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le sorprendió
observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender
que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.
Cuando se hallaba a
punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le suplicó
que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados
entraban en acción. Aubrey se lo prometió.
Sin embargo, estuvo
tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el día iba dando
fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en
los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas,
vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.
Finalmente, montó a
caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los países del
sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la
noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los
truenos apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría
paso por entre el espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus
pies.
El caballo se
asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso bosque.
Por fin, agotado de cansanci, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de
los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba
por entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba.
Desmontó y se
aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarle a la
ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.
Cuando se acercaba
a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír
unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo como en un
solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó
en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza.
No vio más que
densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había dado
cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin
que nadie reparase al parecer en él.
No tardó en
tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió
a gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al
momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó
mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una
potencia enorme. Luego, su enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su
pecho, le rodeó la garganta con las manos. De repente, el resplandor de varias
antorchas entrevistas por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su
ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven, corrió
hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al ser
pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.
La tormenta había
cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco después por los
portadores de antorchas.
Entraron a la
cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el
techo de bálago, totalmente lleno de mugre.
A instancias del
joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con sus
chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cual fue su horror
cuando de nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir
la forma etérea de su amada convertida en un cadáver.
Cerró los ojos,
esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su imaginación. Pero
volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor
color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una
inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara.
En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los
colmillos que se habían hincado en las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un
vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel espectáculo.
Rápidamente
construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que había
sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni
siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer refugiarse
en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma
especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse
con más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los
gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres
de la doncella que había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible
describir su dolor. Cuando comprobaron la causa de la muerte de su hija,
miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos
murieron de pesar.
Aubrey, ya en la
cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En estos
intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que
le parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la
vida de la doncella.
Otras veces lanzaba
imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino de la joven
griega.
Por casualidad,
Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del estado de
su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero
particular.
Cuando Aubrey se
recobró de la fiebre y los delirios, quedóse horrorizado, petrificado, ante la
imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus
amables palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que
había motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados
prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su presencia.
Lord Ruthven
parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había
asobrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalescencia del joven, su
compañero volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no
distinguió la menor diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord
Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios.
Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.
Durante la última
fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación de
las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de
los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada,
parecía evitar todas las miradas ajenas.
Aubrey, a causa de
la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la elasticidad de
espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle abandonado
para siempre.
No era tan amable
del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que
no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la
antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si
recorría los bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado,
en busca de la modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su
lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una tímida
sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir
tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas asociaciones. De
este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados
que aquel le había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos
rincones de Grecia que aún no habían visto.
Los dos recorrieron
la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que pudiera estar
unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase
realmente su interés.
Oían hablar mucho
de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron olvidándose de ellas
atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de algunos individuos
cuyo interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían
proteger de tales peligros.
En consecuencia,
sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy poca
escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Al
penetrar en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho
de un torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos
acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse de su
negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto cuando se vieron
sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus cabezas,
y las detonaciones de varias armas.
Al instante
siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las
rocas, empezaron todos a disparar contra sus atacantes.
Lord Ruthven y
Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo de un
recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar
enemigo, que con gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y
estando expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los
ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la espalda,
determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo...
Apenas abandonaron
el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una bala que
le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del
peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al
tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven,
levantaron inmediatamente las manos en señal de rendición.
Mediante la promesa
de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes para que trasladasen
a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado
el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la
entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la
suma prometida gracias a una orden firmada por el joven.
Las energías de
Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte pareció ya
inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan
incosciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su
mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el
cual sintióse impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes
salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida, pues temo
tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí,
puedes salvar el honor de tu amigo.
—Decidme cómo
—asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo.
Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo explicarlo
todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las
murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en
Inglaterra... yo... yo... ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió
el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas de tus
antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y
un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas
lo que veas!
Sus ojos parecían
querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó
Aubrey.
Lord Ruthven de
dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró.
Aubrey retiróse a
descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los
detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando
recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el
presentimiento de una desgracia inminente.
Levantóse muy
temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el
cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto
que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la
promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna
después de su muerte.
Aubrey quedóse
atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde
habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la
cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque
los ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún
tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo,
convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de
sus vestiduras.
Harto de un país en
el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo conspiraba para
fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su mente,
resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba
un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en disponer los
efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras
cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para
asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.
Mientras los
examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al
encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la
choza fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la
daga. Su horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba
a la vaina, pese a su peculiar forma.
No necesitaba ya
más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo cuál
todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos
esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la
duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna
y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él
había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se
hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había
vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de
Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo que
la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey
tornóse más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a
sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.
Llegó a Calais, y
una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas
de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento,
pareció perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del
pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto
de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la quería más.
La señorita Aubrey
no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las reuniones y
fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus
ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona
había como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha
sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un
reino más brillante.
No tenía el paso
leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la
vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás
se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano,
y olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no
habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?
Era como si los
ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia. Sin
embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido
presentada en sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal
acto hasta que su hermano regresara del continente, momento en que se
constituiría en su protector.
Por tanto,
resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en
escena". Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio,
alimentándose con la melancolía que le abrumaba. No experimentaba el menor
interés por las frivolidades de personas desconocidas, aunque se mostró
dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su hermana.
De esta manera, no
tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo para el
día siguiente, elegido para la fiesta.
La multitud era
excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba
ansioso de dejarse ver.
Aubrey apareció con
su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su alrededor con muy
poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord
Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón,
sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una
voz que recordaba demasiado bien.
—Acuérdate del
juramento.
Aubrey apenas tuvo
valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría destruir; y
distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a
su vez, él había entrado por primera vez en sociedad.
Contempló a aquella
figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso de
su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó
al cochero que le llevase a su casa de campo.
Una vez allí,
empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como temiendo
que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.
Lord Ruthven había
vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron súbitamente
ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se
dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!
Era imposible que
fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba
aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones,
siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más
tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas
amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un
rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos.
Cuando al fin vio
que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló a su hermana
rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven
intentó abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los
presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.
Aubrey dio un
tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la arrastró hacia
la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados que
aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera
humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:
—¡Acuérdate del
juramento!
No se atrevió a
girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar
señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado sólo ocupado
con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la
certidumbre de que el monstruo continuaba viviendo.
No paraba ya
mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad de
tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes,
que aún aterraban más a la muchacha.
Cuando Aubrey más
meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía
permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos
seres queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con
él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones
de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano
para desembarazar al mundo de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la
muerte no afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado,
encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le
apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.
Al fin, no pudiendo
soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para rondar
de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su
aspecto distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol
de mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en
él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas las noches a su casa,
pronto empezó a descansar allí donde la fatiga le vencía.
Su hermana,
angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen, pero
el joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que
aquellas: su propio pensamiento.
Su conducta, no
obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba abandonando
a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el
menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle
estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a
quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad.
Mas al entrar en un
salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan
sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana
vióse al fin obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una
sociedad que le afectaba de manera tan extraña.
Cuando esta súplica
resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo que el
joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de
recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres.
Deseoso de
precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a
diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus
amistades con las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico
para que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey.
Este apenas pareció
darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en el otro
asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su
dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.
Su rostro se tornó
demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba cierto
reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se
sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente
a la joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.
—¡Oh, hermana
querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!
Sin embargo, cuando
ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a murmurar:
—¡Es verdad, es
verdad!
Y de nuevo se
hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarle.
Esto duró muchos
meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus incoherencias
fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus
tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto
número, y luego sonreía.
Al llegar el último
día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar con
el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día
siguiente debía casarse su hermana.
Instantáneamente,
Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a contraer
matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían
privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden.
Creyendo que se
trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey pareció
complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir
a la boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana.
Aunque ellos se
negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al
parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora
sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas
en lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el
mundo de los cuerdos.
Aubrey empezó a
expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona tan
distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el
pecho. Al abrirlo, cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones
del monstruo que tanto y tan funestamente había influido en su existencia.
En un paroxismo de
furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le
preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró
como sin comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una
frenética expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría
con semejante monstruo, ya que él...
No pudo continuar.
Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girarse en
redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los
tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura había
vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse
de su hermana.
Aubrey cayó de
rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día. Mas
ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su
mente, intentaron calmarle y le dejaron solo.
Lord Ruthven visitó
la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la entrada como
a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que
era él la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba
loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron
esta información.
Corrió a casa de su
antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y fingimiento del
gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino, gradualmente
fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey.
¿Quien podía
resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le habían
rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por
parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su
existencia había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por
la atención que ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus
astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord Ruthven conquistó el
amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título
de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le sirvió de
excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo
que la misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el
continente.
Aubrey, una vez
lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en vano.
Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana,
conjurándola —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes
yacían en sus tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y
la esperanza del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel
matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles maldiciones.
Los criados
prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste prefirió
no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía
de un demente.
Transcurrió la
noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió
con horror los rumores de los preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a
sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se puso
frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y
gradualmente se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al
cuidado de una indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó
de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en presentarse
en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha.
Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó,
asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo
de rabia.
Una vez en la
escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del
juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará deshonrada.
¡Las mujeres son tan frágiles...!
Así deciendo, le
empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le estaban
buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le
rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le
fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció , pues el
médico temía causarle cualquier agitación.
La boda se celebró
con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.
La debilidad de
Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas de la
muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando
éstos estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche,
instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató
apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció inmediatamente
después.
Los tutores se
apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era
tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de
sangre de un vampiro.